27 de noviembre de 2011

La Virgen de las Cenizas

El 18 de octubre de 1977 fue un día trágico para La Plata. Durante la tarde de esa jornada se desató un incendio en el Teatro Argentino (construido en 1887) y el edificio quedó destruido por completo, conservándose en pie sólo su fachada exterior.

Tras esta trágica
jornada, comenzó el rescate de los escombros de los pocos objetos que el incendio no había destruido… y fue enorme la sorpresa de la gente al encontrar que el fuego había dejado intacta la imagen de una virgen que se conservaba en los depósitos del teatro. Al ser una imagen realizada con papel y cartón, el hecho de que no hubiera sido dañada por el incendio fue considerado un milagro, y la “Virgen de las Cenizas” (como se bautizó en ese entonces) fue un milagro dentro de la tragedia del Teatro Argentino.

La figura había sido realizada por el Jefe de Utilería del Teatro Argentino, maestro Dino Orlandini para el primer acto de la ópera “Tosca”, y fue archivada en los depósitos del teatro al terminar la temporada de la ópera.

Tras rescatarla de los escombros del teatro, la Virgen de las Cenizas fue llevada a un altar en el extremo izquierdo de la catedral. El monseñor Antonio J. Plaza expresó en la misa en honor a la virgen: “Dios libró a la Inmaculada del fuego del pecado, y ha querido que esta imagen suya se vea también librada del fuego del Argentino, para que desde aquí bendiga todos los esfuerzos para que la ciudad tenga nuevamente su teatro, y su pueblo la anhelada paz”.

Posteriormente fue trasladada al museo de la catedral y restaurada por Raquel Orlandini, la hija del escultor que la había realizado. La imagen fue restituida al nuevo Teatro Argentino, en donde actualmente ya no se encuentra en exhibición.

Video: Incendio del Teatro Argentino:




Fotos:
1. Postal del antiguo Teatro Argentino de La Plata.
2. Foto de la Virgen de las Cenizas.
3. Llegada de la Virgen de las Cenizas a la Catedral de La Plata.

Fuentes:
“La Virgen de las Cenizas, La Plata, Ciudad de Buenos Aires”, Argentina Para Mirar
“Hállase en la Catedral la imagen del Argentino”, diario La Nación, 21/11/1977

20 de noviembre de 2011

La historia de Carniquicho

Esta es la historia de uno de los tantos personajes platenses, que fue escrita por Ramón Tarruella en su libro "Mitos y leyendas de La Plata" y publicada en el diario Hoy bajo el nombre "La fantástica historia de Carniquicho, el perro más famoso de La Plata"


Así como tiene un trazado ejemplar que es admirado en el mundo entero, La Plata también atesora un amplio catálogo de mitos, anécdotas y leyendas urbanas, cuyos protagonistas -humanos o no- perduran en el recuerdo de aquellos que hoy peinan canas o, en el peor de los casos, ya no tienen qué peinar.

Muchas de esas historias -entre ellas la que nos ocupa- llegaron a trascender los límites de la metrópoli, para cobrar una notoriedad que bien vale la pena rescatar del ostracismo.

Despertaba la década del ‘60 con todo su bagaje político, artístico y cultural cuando, tímidamente y sin que nadie lo llamara, irrumpió en escena Carniquicho, un personaje regordete, amigable y entrador, que no tardó en conquistar uno de los grandes escenarios sociales con los que por entonces contaba nuestra ciudad: la emblemática esquina de 7 y 49.

No era un bohemio, amigo de las charlas largas y distentidas. Cómo podría llegar a serlo, si ni siquiera había sido bendecido con el don del habla. Es más, Carniquicho no era humano, sino un perro, raza perro que a diferencia de Lassie no necesitó de la chapa de los grandes linajes, para ganarse su lugar en el mundo.

De tonalidad té con leche -expresión a la que suele apelarse cuando el color es más bien difuso-, andar cansino y mirada complaciente, el pichicho estableció su parada en la vieja confitería París, para recibir las caricias y los donativos (alimenticios), de aquellos muchachos que solían juntarse sin más excusas que el saludable culto a la amistad.

Cuentan quienes tuvieron la dicha de conocerlo que irrumpía de nochecita, generalmente sin anunciarse (es más, el muy pillo lo hacía de manera enigmática como para no levantar la perdiz).

Peregrinaba luego por los bares de la zona, y bien entrada la madrugada abordaba el micro 7 para ir a descansar quién sabe a dónde. Subía con alguno de los muchachos, es cierto; pero nadie sería capaz de negar que el misterio se fue con él.

Algo es seguro: al día siguiente volvía a aparecer para repetir la rutina, que sólo se interrumpió aquella vez que cayó en cana.

Sí, el pobre Carniquicho -que nada tenía que ver con los desprestigiados cimarrones del Bosque, que décadas más tarde lo sucedieron- durmió a la sombra, y por extraña paradoja del destino, eso fue lo que catapultó su fama hasta límites insospechados.

La perrera, despiadada, odiada, y cruel, lo sorprendió aquella vez. Primero se dijo que alguien había tirado la bronca porque se propasó con una de sus congéneres; pero luego se supo que había sido acusado de hidrofobia o de despacharse, al menos, con un soberbio tarascón sobre la humanidad de algún incauto transeúnte. ¿Carniquicho rabioso? ¿Carniquicho agresivo? Imposible, si no molestaba a nadie; es más, “ni siquiera se le conocía el ladrido”.

Sea como fuere, su detención fue correspondida con un auténtico aluvión de reclamos. La ciudad -y más aún los muchachos del trocén- no escatimaron esfuerzos. Como si se tratara de una epopeya, o en todo caso de una férrea resistencia al autoritarismo inflexible de sus captores, la lucha se prolongó durante una semana y, como no podía ser de otra manera, se vio coronada con el éxito.

A Carniquicho no se le conocía dueño, pero todos lo querían; y quizá por eso el festejo fue tan emotivo: comida de primera en un café de 7 y 51, y movida de cola para devolver la atención.

Su fama corrió como reguero de pólvora, y fascinada por la popularidad del can, la producción de Sábados continuados lo convocó para que fuera a Canal 9. Hacia allá rumbearon él y sus amigos, a entrevistarse con una de las grandes personalidades de la época: el conductor Antonio Carrizo.

El mito -cuya tendencia a crecer con los años es equiparable sólo con las hazañas que cuentan los pescadores- dice que contestó las preguntas con acertado lenguaje perruno. Pero lo cierto es que saltó sobre un sillón y ahí se quedó sentadito, para agachar la cabeza cada vez que alguien extendía su mano para acariciarlo.

Está claro que Raúl Portal se hubiera hecho un festín y quizás hasta lo hubiera contratado de columnista o cosa por el estilo; pero eran otros tiempos y (a diferencia de lo ocurrido con Lassie) su paso por el mundo de la farándula resultó mas bien efímero (digamos que tuvo esos cinco segundos de fama de los que tanto se habla por ahí).

Después, llegaron los primeros signos de envejecimiento; sus trotes se hicieron más lentos, y aunque no modificó su carácter (ni resignó su buen humor) comenzó a anunciar su retiro.

Ya no volvió a pintar por el centro, y hacia fines de esa década alguien se ocupó de comunicar lo ocurrido. Carniquicho había muerto, poniéndole el punto final a una historia que muy difícilmente pueda llegar a repetirse. No sólo porque los callejeros que hoy deambulan sin rumbo no gozan de aquella popularidad, sino también porque el ritmo de vida actual no deja demasiados resquicios para el necesario ejercicio de la camaradería.

6 de noviembre de 2011

La casa de los mil libros

Esta historia ocurrida en La Plata fue escrita por Ramón Tarruella en su libro "Mitos y leyendas de La Plata"; acá les dejo lo que fue publicado en el diario Hoy hace unos años:


Todo comenzó una mañana de diciembre del año 1989. La ciudad amanecía a buen ritmo y se esperaba una intensa jornada de calor. Algunos vecinos del barrio de plaza Castelli salían a hacer las compras, otros regaban las plantas y otros, más apurados, corrían disparando hacia su trabajo. En medio de ese clima matinal, un joven salió a buscar unas cañas para su mujer.

Ella y él eran del barrio. Ambos estudiaban en la UNLP y vivían en un departamento. Ella tenía adoración por las plantas, y su deseo era que sigan creciendo firmes con el sol de la temporada estival que comenzaba.

A pocas cuadras de su hogar, en calle 22 entre 65 y 66, había una misteriosa casa abandonada. Su fisonomía recordaba a una de las típicas casas de Ensenada pero ubicada en pleno casco urbano platense. Su distribución era en forma de L, estaba construida mitad madera y mitad chapa, con techos bien altos y, para completar la visual de una postal ensenadense, a su costado crecían una gran cantidad de cañas, las cuales podrían ser el sueño de cualquier pescador mojarrero.

Con la misión de cortar algunas que sirvieran como tutores de las plantas de su mujer, el joven se coló en la misteriosa casa. Munido con una hachita de mano y con su mochila de viajero en el hombro, cortó y apiló unas cuantas cañas. Antes de salir de la casa, hizo un pequeño recorrido y llegó por el patio hasta su fondo. Fue allí que descubrió un inmenso tesoro en su interior.

Como una invitación latente, una de las puertas del patio trasero estaba entreabierta, él no dudó en cruzarla, y para su sorpresa la abertura condujo a dos grandes salas totalmente repletas de libros. Los había de diferentes tamaños, colores y formas, ordenados en estantes y en el suelo, apilados en torres de hasta medio metro. Todo el lugar estaba colmado de volúmenes, lo que hacía difícil un recuento rápido.

Antes de salir, sacudió el polvo de algunos y descubrió que en su mayoría eran libros de historia de diferentes épocas y lugares. Todo parecía indicar que el dueño de esos libros sería un académico o un historiador.

Antes de dejar el lugar, se adentró en una de las habitaciones del frente de la casa. El mobiliario era sólo una antigua cama de hierro, pero un detalle de la decoración llamó poderosamente su atención. Las paredes estaban totalmente colmadas de almanaques de tiempos remotos. De entre ellos alcanzó a distinguir una fotografía. Era de una formación militar posando en la cubierta de una fragata, cuyos miembros estaban vestidos con anticuados trajes de combate. Buscó en la cara de los marinos el semblante que coincidiera con su idea de intelectual o historiador, pero no llegó a ninguna conclusión. Sin dar más rodeos, salió disparando de la casa, tan rápido que se olvidó las cañas cortadas para su mujer.

Al volver a su casa, le contó a ella sobre su descubrimiento y juntos volvieron a la antigua casa, en busca de alguna de aquellas reliquias encuadernadas que, sin dudas, constituían todo un tesoro para dos estudiantes.

Al llegar, entraron en la casa y, con prisa y sin pausa, llenaron de libros el bolso de viaje llevado para esa misión. Sin demasiados miramientos ni criterio estético, colmaron el equipaje y volvieron rápido hacia su casa.

A los pocos días de la faena en la casa abandonada, regresaron a su pueblo para pasar las fiestas de Navidad. Hasta allí llevaron algunos ejemplares que lograron canjear por libros que necesitaban para la facultad. De su botín inicial sólo conservaron un ejemplar sobre la Edad Media de Henri Pirenne, y un ensayo sobre la historia de la ciudad griega de Rubén Calderón Bouchet.

Una vez de vuelta en La Plata, la pareja decidió volver al lugar. Cargados con el bolso de la vez anterior, llegaron hasta la puerta de aquella secreta biblioteca pero, para su sorpresa, alguien había colocado un candado doble en la puerta de hierro que daba al patio. Observaron hacia el interior y nada parecía haber cambiado desde su última visita, allí estaba el patio intacto y el monte de cañas bamboleando con el viento.

Ambos calcularon que alguien los había visto entrar y avisó a los dueños de la casa para que tomasen algún recaudo para velar por la seguridad de aquel ignoto templo del conocimiento.

Con la sensación parecida a quedarse sin fichas para la calesita, la pareja dio media vuelta y volvió hacia su casa. En el camino de vuelta tal vez se dijeron que ya había sido suficiente y en una de esas se contentaron de que nadie los hubiese atrapado cuando se hacían de aquellos preciados volúmenes que habían trocado.

A los pocos días de su última visita, la pareja advirtió que algo inusual ocurría no muy lejos de su casa. Escucharon muy cercana la sirena de los bomberos y salieron a la puerta para ver qué pasaba. Allí pasaban a raudales los vecinos en dirección a la casa de los mil libros, que hasta ese momento sólo tenía importancia para ellos dos. Al llegar, fueron testigos del final.

El preguntó qué había iniciado aquel incendio y algunos vecinos le dijeron que algunos remanentes de pirotecnia de las Fiestas habían ido a parar a la casa y desataron las llamas.

Todo el barrio estaba parado observando el increíble foco de fuego que se había activado en aquella solitaria casa. Los bomberos casi no daban abasto y redoblaban sus esfuerzos para contener las llamas. Desde lejos, ellos miraban la escena.


Fuentes:
"Una ciudad de fábulas", Revista Tiempos, 18/3/2007
"La casa de los mil libros", diario Hoy,
"Mitos y leyendas de La Plata", Ramón Tarruella