Esta es la historia de uno de los tantos personajes platenses, que fue escrita por Ramón Tarruella en su libro "Mitos y leyendas de La Plata" y publicada en el diario Hoy bajo el nombre "La fantástica historia de Carniquicho, el perro más famoso de La Plata"
Así como tiene un trazado ejemplar que es admirado en el mundo entero, La Plata también atesora un amplio catálogo de mitos, anécdotas y leyendas urbanas, cuyos protagonistas -humanos o no- perduran en el recuerdo de aquellos que hoy peinan canas o, en el peor de los casos, ya no tienen qué peinar.
Muchas de esas historias -entre ellas la que nos ocupa- llegaron a trascender los límites de la metrópoli, para cobrar una notoriedad que bien vale la pena rescatar del ostracismo.
Despertaba la década del ‘60 con todo su bagaje político, artístico y cultural cuando, tímidamente y sin que nadie lo llamara, irrumpió en escena Carniquicho, un personaje regordete, amigable y entrador, que no tardó en conquistar uno de los grandes escenarios sociales con los que por entonces contaba nuestra ciudad: la emblemática esquina de 7 y 49.
No era un bohemio, amigo de las charlas largas y distentidas. Cómo podría llegar a serlo, si ni siquiera había sido bendecido con el don del habla. Es más, Carniquicho no era humano, sino un perro, raza perro que a diferencia de Lassie no necesitó de la chapa de los grandes linajes, para ganarse su lugar en el mundo.
De tonalidad té con leche -expresión a la que suele apelarse cuando el color es más bien difuso-, andar cansino y mirada complaciente, el pichicho estableció su parada en la vieja confitería París, para recibir las caricias y los donativos (alimenticios), de aquellos muchachos que solían juntarse sin más excusas que el saludable culto a la amistad.
Cuentan quienes tuvieron la dicha de conocerlo que irrumpía de nochecita, generalmente sin anunciarse (es más, el muy pillo lo hacía de manera enigmática como para no levantar la perdiz).
Peregrinaba luego por los bares de la zona, y bien entrada la madrugada abordaba el micro 7 para ir a descansar quién sabe a dónde. Subía con alguno de los muchachos, es cierto; pero nadie sería capaz de negar que el misterio se fue con él.
Algo es seguro: al día siguiente volvía a aparecer para repetir la rutina, que sólo se interrumpió aquella vez que cayó en cana.
Sí, el pobre Carniquicho -que nada tenía que ver con los desprestigiados cimarrones del Bosque, que décadas más tarde lo sucedieron- durmió a la sombra, y por extraña paradoja del destino, eso fue lo que catapultó su fama hasta límites insospechados.
La perrera, despiadada, odiada, y cruel, lo sorprendió aquella vez. Primero se dijo que alguien había tirado la bronca porque se propasó con una de sus congéneres; pero luego se supo que había sido acusado de hidrofobia o de despacharse, al menos, con un soberbio tarascón sobre la humanidad de algún incauto transeúnte. ¿Carniquicho rabioso? ¿Carniquicho agresivo? Imposible, si no molestaba a nadie; es más, “ni siquiera se le conocía el ladrido”.
Sea como fuere, su detención fue correspondida con un auténtico aluvión de reclamos. La ciudad -y más aún los muchachos del trocén- no escatimaron esfuerzos. Como si se tratara de una epopeya, o en todo caso de una férrea resistencia al autoritarismo inflexible de sus captores, la lucha se prolongó durante una semana y, como no podía ser de otra manera, se vio coronada con el éxito.
A Carniquicho no se le conocía dueño, pero todos lo querían; y quizá por eso el festejo fue tan emotivo: comida de primera en un café de 7 y 51, y movida de cola para devolver la atención.
Su fama corrió como reguero de pólvora, y fascinada por la popularidad del can, la producción de Sábados continuados lo convocó para que fuera a Canal 9. Hacia allá rumbearon él y sus amigos, a entrevistarse con una de las grandes personalidades de la época: el conductor Antonio Carrizo.
El mito -cuya tendencia a crecer con los años es equiparable sólo con las hazañas que cuentan los pescadores- dice que contestó las preguntas con acertado lenguaje perruno. Pero lo cierto es que saltó sobre un sillón y ahí se quedó sentadito, para agachar la cabeza cada vez que alguien extendía su mano para acariciarlo.
Está claro que Raúl Portal se hubiera hecho un festín y quizás hasta lo hubiera contratado de columnista o cosa por el estilo; pero eran otros tiempos y (a diferencia de lo ocurrido con Lassie) su paso por el mundo de la farándula resultó mas bien efímero (digamos que tuvo esos cinco segundos de fama de los que tanto se habla por ahí).
Después, llegaron los primeros signos de envejecimiento; sus trotes se hicieron más lentos, y aunque no modificó su carácter (ni resignó su buen humor) comenzó a anunciar su retiro.
Ya no volvió a pintar por el centro, y hacia fines de esa década alguien se ocupó de comunicar lo ocurrido. Carniquicho había muerto, poniéndole el punto final a una historia que muy difícilmente pueda llegar a repetirse. No sólo porque los callejeros que hoy deambulan sin rumbo no gozan de aquella popularidad, sino también porque el ritmo de vida actual no deja demasiados resquicios para el necesario ejercicio de la camaradería.
1 comentario:
una estatua para cariniquicho en 7 y 49...
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